Un miembro del gobierno, que había seguido de cerca la incapacidad del mismo ante los incendios que destruyeron en país en 2007, me dijo: “Son tan incompetentes, que realmente llegan a ser peligrosos, y todavía son más peligrosos [...] porque pretenden permanecer en el poder pase lo que pase. Ruego a Dios que se vayan en calma y sin hacer demasiado daño al país”.
El daño ya está hecho. Hacía falta un asesinato el sábado por la noche en Exarjia, consecuencia del cada vez mayor abuso de poder de la policía en este país durante los últimos años, para acabar con el país en llamas. La cantidad de errores que se han sucedido son tan grandes, que deberían enseñarse en las universidades, cuando vuelvan a abrirlas. El domingo por la mañana se anunció una teatral dimisión de Pavlopulos [ministro del Interior], que posiblemente echó más leña al fuego: durante la tarde y la noche del domingo se quemaron decenas de locales comerciales, edificios y coches.
Ante el temor de que hubiera otro manifestante-víctima de un “suceso aislado” a manos de los antidisturbios, y esto provocara la caída del gobierno. El ejecutivo habría dado órdenes a la policía de matar a los ciudadanos, pero al cabo de cuatro años: es decir, por medio de toneladas de productos químicos cancerígenos (gases lacrimógenos), que por primera vez se han usado en ciudades griegas en tan grandes cantidades. Por el momento no debería haber más víctimas.
El lunes por la mañana el gobierno decidió echar mano de su gran ventaja. El mismo presidente dirigió un comunicado al pueblo griego para que se restableciera la paz y la seguridad; seguramente no ha habido en la historia del mundo otro comunicado presidencial que haya pasado tan inadvertido. Al poco tiempo llegaron las malas noticias: desde Argostoli hasta Chania los estudiantes se manifestaban. En Berlín se ocupó el consulado griego, en Londres se arrió la bandera griega, y hasta en Pafo (Chipre) se manifestaban. Muchas comisarías de policía fueron blanco de ataques en todo el país. Hasta en Kastoriá hubo una manifestación, probablemente la primera desde que acabó la guerra civil.
El cuartel del gobierno alcanzó tal nivel de paralización, que ni siquiera pudo dar órdenes a la justicia de que archivara un viejo escándalo: ese mismo día el fiscal declaró inocentes a dos policías que habían torturado a un joven en Tesalónica. El escenario estaba listo para todo lo que iba a suceder en el centro de Atenas, Tesalónica y Lárisa tras las manifestaciones pacíficas de los partidos de la izquierda. Los edificios empezaron a arder uno tras otro. El gobierno sólo fue capaz de dar una respuesta: informó de que el primer ministro se reuniría con el presidente de la democracia al día siguiente, y con los jefes de los partidos políticos el martes.
Era la consigna para el vandalismo generalizado: los interesados entendieron el mensaje de que hasta al menos el martes al mediodía la policía no iba a intervenir. Bandas organizadas que no tenían nada que ver con los encapuchados, ni con las manifestaciones, rompieron todas las tiendas que encontraban a su paso y robaron desde televisores hasta coca-colas. Algunos afirmaban que se trataba de un plan del gobierno para que la opinión pública se posicionara en favor de la ley y el orden, pero no es cierto: les gustaría haberlo planeado así, pero no son tan hábiles. Cualquier duda al respecto quedó aclarada por las surrealistas declaraciones del ministro del Interior al concluir la deliberación del gobierno, que se reunió con tranquilidad hasta pasada la media noche. Mientras en la capital reinaba una anarquía total, el señor Pavlopulos dejó claro que “el gobierno no puede aceptar lo que está pasando” (!) sin tomar medidas. Invitó a los periodistas –como en una nueva edición de la “amenaza” de los incendios del verano de 2007– a que descubrieran qué intereses se esconden detrás de los robos y los disturbios. Y en un apoteósico alejamiento de la realidad matizó que “una cosa es lo que se ve y otra la realidad”, queriendo decir que los destrozos no eran tan grandes como emitían las televisiones.
La gente que vea hoy la ciudad bombardeada tendrá otra opinión. Ningún escenario de conspiración puede sostenerse ante la impresión de las imágenes de destrucción. Es obvio que el gobierno ha fallado en el deber principal de todo poder en el mundo, es decir, la protección de las propiedades de los ciudadanos. Lo cual de por sí representa ya una amenaza.
No parece que haya otra salida para distender la situación que la dimisión del gobierno y el anuncio de elecciones. Esto proponen tanto G. Papandreu como A. Chipras. Pero aunque el gobierno se marchara hoy o después de las manifestaciones y el vandalismo de los días siguientes, si sigue pegado a la silla, seguirá sin solucionarse la crisis. Los partidos de la oposición también forman parte de un sistema que ha llegado a sus límites, y tendrán que superarse a sí mismos si no quieren encontrarse con el mismo destino que el gobierno actual.
Porque independientemente de los encapuchados, los saqueadores y el vandalismo, la rebelión de los jóvenes y de los estudiantes en todas las ciudades de Grecia muestra que el asesinato de Alexis no fue nada más que la chispa que hizo arder toda la ciénaga.
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